lunes, 2 de diciembre de 2019

POR QUÉ LA PORNOGRAFÍA NO PUEDE SER FEMINISTA.

[Artículo publicado en Tribuna Feminista con fecha de 15/11/19].


Opinar sin conocimiento de causa en plena sociedad de la información es ya un deporte de alcance internacional del que, aunque solo sea por honestidad moral, algunas personas nos negamos rotundamente a participar. Pero resistirse al relato de la ideología dominante que gobierna las dinámicas sociales no es tarea fácil y requiere poner en práctica lo que otrora fue una virtud –en su sentido aristotélico-, al menos, en la izquierda, el espíritu crítico; cuyo hábitat natural es el campo de la reflexión y cuya labranza exige un conocimiento cualificado y una capacidad analítica lograda. Y es, justamente, en esta trinchera donde todavía algunas personas alimentamos nuestra obstinación por combatir la deriva adánica del pensamiento crítico a la que asistimos hogaño, empeñadas en encontrar la roca madre que sustenta y las raíces por las que bebe la realidad que vivimos con el fin último de poder emitir una opinión informada sobre un asunto en concreto.

Sin embargo, en este plano de desarraigo intelectual en el que las ideas que germinan lo hacen regadas por la lógica liberal que nos sulfata, uno de los ámbitos por excelencia del pensamiento crítico que viene acusando con especial crudeza esta desvirtuación es el feminismo, por obra y gracia de sus influencers –personas complacientes con el sistema que las mediatiza-. Y así, por ejemplo, escuchamos y leemos despropósitos tales como que la prostitución es un trabajo o que la pornografía puede ser feminista ¡de mujeres pertenecientes a círculos –autoproclamados- feministas!

Siglos de historia denunciando la apropiación y mercantilización que de nuestros cuerpos realiza el patriarcado capitalista y resulta que nuestra liberación sexual exigía no erradicar el sistema socioeconómico que nos oprime a las mujeres, sino escudriñar sus bondades y aprovechar las oportunidades que nos brinda para “empoderarnos” –nunca para obtener el poder que nos permita subvertir nuestra subordinación-. Y tan obvia le parece a quien prescribe esta modesta receta para poner fin a nuestra milenaria opresión, que lo que se le presenta insondable es la postura de quienes, decididas a abolir la pornografía en tanto que institución histórica de explotación sexual de las mujeres, nos resistimos al relato de la ideología dominante que la blanquea, asegurando nuestra entrada a la misma por medio del consentimiento y tolerando nuevas formas de seguir reproduciendo las mismas dinámicas de poder que apuntalan su arquitectura.

En esta línea, la pornografía, de la que el origen etimológico nos remite a la prostitución escrita y la evolución histórica nos emplaza a la prostitución grabada, está sometida a la misma correlación de fuerzas que el resto de explotaciones ejercidas sobre las mujeres y, consecuentemente, encuentra protección en las instituciones patriarcales capitalizadas encargadas de velar por la salvaguarda y la preservación del patrimonio cultural de la violación. Siendo así que –como se verá más adelante-, por un lado, la construcción política de la diferencia sexual y la feminización de la pobreza operadas por el orden contractual nos adscriben a las mujeres a la mercantilización de nuestros cuerpos como modo de poder realizarnos como mujeres –nunca como personas libres- y de poder prosperar económicamente; y por otro, el mismo sistema se encarga de legitimar socialmente nuestra explotación sexual por medio de la creación de la opinión pública.

Pero, con todo, quienes considerándose feministas afirman que la pornografía puede ser aliada del feminismo no son ajenas, al menos, a la función que esta cumple en la sociedad. Al contrario, son conscientes del papel que desempeña en el ámbito de la educación sexual de varones y mujeres, conocen su contribución a la cultura de la violación, saben de la deshumanización que realiza de nosotras. Y, precisamente, por ello y a la luz de la razón dominante su propuesta de resolución se encauza por aprovechar este histórico espacio de educación sexual patriarcal, del que el capital ha erigido todo un emporio, para instruir a nuestra juventud en la práctica de relaciones sexuales libres e igualitarias. Es decir, la solución de quienes defienden la instrumentalización por el feminismo de la pornografía pasa por asumir la lógica patriarcal capitalista que rige las relaciones sexuales y, por extensión, sociales entre mujeres y hombres para poner fin, en última instancia, a nuestra situación de opresión que trae causa de aquella.

De forma que, al hilo de esta bobina discursiva, cabe esperar no solo que todos sus esfuerzos devengan estériles, sino anticipar que su loable empresa adolecerá de nulidad de pleno derecho en la medida en que su mera puesta en marcha estará reproduciendo los vicios que, sobre el efectivo ejercicio de la libertad sexual, pretende enmendar para, a la postre, concluir que la estrategia de quienes reconocen en la pornografía una oportunidad para modificar las relaciones de poder entre los dos sexos no se sostiene, en ningún caso, sobre el cuerpo teórico que la crítica feminista radical ha venido levantando sobre la alianza entre el patriarcado y el capitalismo, cuya centralidad me propongo, simplemente, esbozar en estas líneas para intentar justificar por qué la pornografía, aun cuando preconice otro modelo de sexualidad alternativo al hegemónico y dé cabida a otros cuerpos, nunca será feminista.

En este propósito, desbrozar la crítica feminista a la pornografía y, por derivación, a la prostitución nos retrotrae, necesariamente, a la génesis del patriarcado moderno –cuyas estructuras de poder sobreviven en el orden social actual- y, paralelamente, del liberalismo económico –bajo cuyo halo surgiría en la pasada década de los setenta su digno sucesor-, para rescatar de la historia del contrato social- sexual los conceptos patriarcales de contrato e individuo. Y ello porque, como bien explica Carol Pateman (1988) en su célebre crítica a la teoría clásica del contrato, El contrato sexual, si la subordinación y explotación de las mujeres ha sido posible desde la celebración del contrato social original hasta nuestros días a través de su reproducción ad infinitum, lo ha sido al amparo de esta concreta conceptualización.


LA ESTRUCTURA SOCIAL DEL ORDEN CONTRACTUAL: LA CONSTRUCCIÓN POLÍTICA DE LA DIFERENCIA SEXUAL.
La historia del contrato social- sexual nos muestra cómo la consolidación del patriarcado moderno se fraguó con el paso del estatus al contrato o, dicho de otro modo, con el derrocamiento del derecho paterno –el poder de un hombre en tanto padre- y la instauración del derecho político masculino –el derecho de un hombre en tanto varón- o, en palabras de Adrienne Rich (1980), de la ley del derecho sexual masculino. En efecto, el contrato original transforma el patriarcado paternal clásico en el patriarcado fraternal moderno y lo hace por medio de la creación de un nuevo orden social, la sociedad civil, dividida en dos esferas teóricamente contrapuestas y mutuamente dependientes, la esfera pública y la esfera privada, de la forma que sigue: el pacto originario entre hermanos genera el mundo público de la ley civil, de la libertad, de la igualdad, del contrato y del individuo; y, seguidamente, establece la dicotomía entre la esfera natural privada y la esfera civil pública con base en la diferencia sexual existente en la condición natural humana, que se constituye ahora como una diferencia política en la medida en que los varones quedan adscritos por medio del contrato original al reino de la libertad civil, mientras que las mujeres quedamos rehenes del reino de la sujeción civil en armonía con el orden de libertad y sujeción existente en el estado de naturaleza, que dota de diferente racionalidad a hombres y mujeres en la versión clásica de la historia del contrato.

De este modo, las mujeres somos incorporadas a una esfera que es y no es, simultáneamente, parte de la sociedad civil, pues si bien la esfera privada se constituye como un elemento esencial del orden social contractual, sin embargo, está nítidamente separada del mundo civil público, lo que, de hecho, traduce las distintas categorías y puntos de acceso a la sociedad moderna de varones y mujeres. Así, por una parte, al paso que los varones acceden a la sociedad civil como individuos a través de la réplica diaria del contrato originario del que fueron parte; por otra, las mujeres, sobre las que recae el objeto mismo del contrato, accedemos a ella en tanto que mujeres por medio de los dos únicos contratos para los que resulta que sí poseemos la capacidad natural de consentir que es universal en los hombres: el contrato de matrimonio y el contrato de prostitución.

En este orden de cosas, la explicación patriarcal de la masculinidad y la feminidad, esto es, de lo que es ser hombre y mujer –o lo que, siguiendo la lógica contractual, hemos venido en llamar género- se construye en torno a la figura del individuo, que adquiere la plenitud de su significado en relación con el contrato más importante que es capaz de realizar: el contrato de la posesión de la propia persona. Esto es, la doctrina contractual establece la propiedad del individuo en los atributos y capacidades de su persona y fija como único límite al uso que legítimamente pueda hacerse de ellos su acceso por medio de un contrato. Y, así, la libertad civil masculina consiste, entonces, en la libertad de celebrar contratos que, toda vez que reproducen el contrato social originario, generan siempre relaciones de dominación y subordinación. Siendo, justamente, esta idea clásica de libertad contractual irrestricta del individuo como propietario de sí mismo contra la que el marxismo y el feminismo radical se rebelarían y que, no obstante sendos esfuerzos y el ulterior, aunque débil, reconocimiento de los derechos personalísimos –aquellos que son innatos a la persona y cuya privación supondría la aniquilación de su personalidad, tales como la vida, la salud o la intimidad- en las constituciones de todos los Estados liberales occidentales, ha pervivido hasta nuestros días.


LA ENTRADA COERCITIVA AL CONTRATO: EL MITO DE LA LIBRE ELECCIÓN.
La ficción política de que el contrato es el arquetipo de las relaciones libres e iguales o, si se quiere, que la libertad es contrato y posesión refleja la identidad política de mujeres y hombres toda vez que, a través del espejo del contrato original, podemos vernos como ciudadanas/os pertenecientes a una sociedad libre e igualitaria. Sin embargo, la situación de sujeción de las mujeres en el mundo de la libertad civil –cuyo fantasma vaga hoy por las jurisdicciones de muchos estados occidentales- provoca que la identidad de las mujeres se vea continuamente atravesada por la contradicción de representar todo lo que el individuo no es y, al mismo tiempo, ser parte integrante de la ciudadanía. Contradicción que, prima facie, parece superada con el reconocimiento de la plena igualdad jurídica entre sexos en el escenario de la postmodernidad; empero, en tanto ese reconocimiento se lleva a cabo en el contexto de la desigualdad social intrínseca a la sociedad civil, tal contradicción, lejos de superarse, sobrevive en la más absoluta oscuridad.

En este sentido, si bien las mujeres hemos alcanzado en este siglo la mayoría de edad merced a la equiparación de nuestra capacidad de obrar a la de los hombres, no obstante, continuamos atrapadas en la desigualdad estructural –esfera pública/esfera privada- y consiguiente división del trabajo –trabajo productivo/trabajo reproductivo- que organiza y perpetúa el orden contractual y, aún más y como consecuencia de ello, nuestra progresiva incorporación al mercado laboral ha desencadenado en los Estados liberales un cohorte de medidas de conciliación para intentar dar solución al conflicto trabajo/familia, en detrimento de una verdadera política de igualdad en la diferencia sexual, que ahonde en la resolución de la causa de este conflicto.

En todo caso, el reconocimiento formal de la igualdad entre mujeres y hombres ha dado el último paso desde el patriarcado de coerción hasta el patriarcado de consentimiento, donde, como señala Ana de Miguel (2015), la desigualdad ya no se reproduce por la coacción explícita de las leyes, sino a través de la libre elección de los mandatos sociales que dicta la construcción política de la diferencia sexual. De hecho, el mito de la libre elección, sobre el que descansa el contrato original al sustraer el ejercicio de la libertad civil de la situación social del individuo, despliega ahora todos sus efectos sobre las mujeres y explica, mejor que nunca, que nosotras elegimos ejercer la prostitución y ser grabadas ejerciéndola. Ello, no obstante, cuando la construcción patriarcal de la feminidad que asegura nuestra subordinación sexual a los varones, por una parte, y la feminización de la pobreza que sigue a la división sexual del trabajo, por otra, salen a la luz, queda impugnado, pues no hay libertad en el sometimiento al deseo sexual masculino como tampoco la hay en la necesidad económica. Y es que el contractualismo se niega a aceptar lo que al feminismo radical le parece de Perogrullo, esto es, que sin igualdad social es impensable el ejercicio de la libertad universal.

LA CONEXIÓN INTEGRAL ENTRE SEXUALIDAD E IDENTIDAD.
En su línea editorial, la doctrina del contrato asume que los individuos pueden ser separados de cuerpos sexualmente diferenciados para justificar que los contratos que implican la propiedad de la persona puedan establecer relaciones libres e iguales y crea, así, la ficción política de la fuerza de trabajo. Desde este punto de vista, tanto el/la trabajador/a como la prostituta en su modalidad de actriz porno, lejos de venderse a sí mismas, se limitan a contratar en el mercado el uso de distintas partes de la propiedad de su persona. Sin embargo, en la medida en que el contrato de empleo le otorga al/a la empleador/a el derecho de dirección sobre el uso del trabajo del/de la obrero/a, esto es, sobre el uso de su persona y de su cuerpo durante el tiempo que dure el contrato, lo mismo que el contrato de pornografía otorga al/ a la directora/a de la pieza el derecho de mando sobre el uso sexual del cuerpo y de la persona de la actriz porno durante igual tiempo, el capitalismo no contrata –porque no puede contratar- el uso de los servicios o la fuerza de trabajo del proletariado, sino el uso mismo de las personas. Y ello porque, si bien el cuerpo y el yo no son idénticos, les une una relación integral. Siendo así que los/as dueños/as de los medios de producción no reclaman ficciones no- corpóreas de servicios o de la fuerza de trabajo, sino que lo que contratan es el uso de los yos humanos corpóreos que son quienes pueden disponer y realizar el trabajo que se les exige disciplinada y fielmente.

Con todo, existe una diferencia incontrovertible entre cualquier contrato de empleo y el contrato de prostitución grabada toda vez que este último afecta con especial crudeza la identidad sexual. En este sentido, la construcción patriarcal de la masculinidad y la feminidad como la diferencia entre libertad y sujeción obliga a la actriz porno a distanciarse de su uso sexual para autoproteger su sentido del yo, lo que, a menudo, desencadena en trastornos disociativos de despersonalización- desrealización. Y, aún más, la ficción política de que la prostituta puede pactar el uso de sus servicios sin detrimento de sí misma se desvanece cuando se continua leyendo el historial médico que comparten muchas actrices porno, en el que es igualmente recurrente el diagnóstico del trastorno por estrés postraumático.

En cualquier caso, la disociación cuerpo- mente que opera la prostituta por autoprotección construye el relato que sobre su uso sexual reproducen muchas de las actrices porno: al observarse a sí mismas y sus acciones desde un punto de vista externo, no se perciben como mujeres subordinadas a la satisfacción sexual masculina, sino como individuos libres ejerciendo su derecho a poner al mando de un varón el uso sobre la propiedad sexual de su persona. Pero tal ficción acaba claudicando, la mayor de las veces –por desgracia- más tarde que temprano, ante la realidad que se cierne sobre ellas; aunque, para entonces, sus vidas ya están en buena parte destrozadas.


LA MERCANTILIZACIÓN DEL SEXO COMO VICIO DE LA AUTONOMÍA Y LA LIBERTAD SEXUAL.
Cuando se asume la lógica del contrato, el hecho de que la propiedad que ostenta el individuo sobre su persona sea susceptible de intercambio mercantil no genera la menor convulsión social. Esto, no obstante, entra en conflicto, desde la perspectiva feminista, con el ejercicio de los derechos a la autonomía y a la libertad sexual de las mujeres por cuanto si bien la sexualidad, en su condición de elemento relacional, se halla sometida a la cosoberanía de, al menos, dos voluntades susceptibles de concurrir por medio del consentimiento, tal consentimiento se presta –como se ha visto- en el contexto de la desigualdad social que articula el contrato original y perpetúa su réplica diaria y que, en último término, traduce la desigualdad económica a través de la división sexual del trabajo.

En este plano, la defensa feminista del deseo sexual como único punto de partida válido del consentimiento es derrotada cuando el sexo se mercantiliza, pues el consentimiento deja de constituirse como el vehículo a través del cual se exterioriza el deseo sexual en tanto pulsión interna, para convertirse en el acto por el que una persona acepta o no se opone a lo que otra le ordena a cambio de una contraprestación económica que pretende contrarrestar su situación de desigualdad. Y, precisamente, de ello se sigue que la retribución de una relación sexual no deseada ni consentida no puede significar la diferencia entre una violación y el desempeño de un trabajo que nos permita a las mujeres consentir semejante trágala.

De esta forma, el sometimiento del sexo a la ley de la oferta y la demanda que rige el mercado de bienes y servicios arranca la sexualidad del escenario de libertad que le es propio en tanto que parte integrante de la identidad e impone la acepción contractual del consentimiento en detrimento del deseo como elemento esencial de la relación sexual, entendida ahora como una mera transacción económica en la que el objeto del contrato es el acceso al cuerpo de las mujeres. Y, en este sentido, la mercantilización del sexo o la liberalización de la sexualidad conlleva nuestra deshumanización y vacía de contenido tanto nuestra autonomía como nuestra libertad sexual.

En fin, en una sociedad feminista donde la diferencia sexual no significara la diferencia entre libertad y sujeción y, por tanto, se hubieran removido los obstáculos para que las condiciones sociales nos permitieran a las mujeres el desarrollo de una feminidad autónoma o, de otro modo, se hubiera abolido el orden contractual que funda el patriarcado capitalista y se hubiera optado por otra forma de consenso social que no generara situaciones de dominación y subordinación, que habilitaran la posterior explotación humana –lo que necesariamente implicaría la socialización de los medios de producción-, la prostitución y la pornografía, por derrumbarse toda la estructura que las vertebra, caerían con ella. Y si habría de haber sexo grabado para enseñar un modelo de sexualidad libre e igualitario o estimular el deseo sexual de mujeres y varones, en ningún caso las personas intervinientes en dicha práctica obtendrían ventaja económica alguna, lo que únicamente dejaría la puerta abierta a una plataforma pública sin ánimo de lucro que albergara vídeos sexuales caseros realizados y remitidos con la aprobación de las partes interesadas en realizar tal liberalidad de su intimidad al acervo cultural del sexo.

Pero la prostitución y la pornografía –reflexionen bajo la tenue luz feminista que atraviesa esta tronera del liberalismo-, nunca serán un trabajo como otro cualquiera ni, mucho menos, feministas.

lunes, 20 de noviembre de 2017

RE: DE LA MANADA Y OTROS REBAÑOS.

El pasado viernes, 17 de noviembre, miles de mujeres nos concentramos ante el Ministerio de Justicia en nuestra incansable lucha contra el sistema patriarcal que, entre tantos esfuerzos destinados a salvaguardar sus flemática, pero progresivamente cercenadas, estructuras de poder a costa de nuestra dignidad y reconocimiento de la inestimable aportación de las mujeres a la sociedad, se resiste a no culpabilizarnos de los atentados contra nuestra libertad e indemnidad sexuales que sufrimos a diario, amparando y legitimando a los violadores, abusadores y acosadores, frutos de su adoctrinamiento machista y su descomunal inversión en la cultura de la violación.

En esta ocasión, la actitud revictimizadora de la Audiencia Provincial de Navarra propiciada por el ordenamiento jurídico vigente y el execrable y, por otro lado, nada innovador debate mediático suscitado a raíz del enjuiciamiento de la brutal agresión sexual a manos de cinco hombres, en los Sanfermines del año pasado, a una mujer de dieciocho años, nos dieron cita en el número cuarenta y cinco de la calle San Bernardo de Madrid y nos procesionaron en una histórica manifestación por la almendra de la capital. 

Sin embargo, la lectura que de nuestra agenda reivindicativa se ha hecho desde dentro del Movimiento Feminista no ha sido unánime. Y prueba de ello es el artículo de opinión intitulado De la manada y otros rebaños rubricado por la ilustre escritora y periodista Elisa Beni, con el que, personalmente, he de disentir de principio a fin.

Así las cosas, se alza un sector feminista que no comparte la oportunidad de dirigir nuestras denuncias y reivindicaciones ante la sede institucional de la que depende, de forma directa, el impulso del cambio de la regulación jurídica actual de la violencia sexual e, indirectamente, la consideración social de la misma; y aboga por el encomio de la actividad desplegada por la Audiencia Provincial de Navarra en el curso del juicio de la violación a C. por parte de La Manada.

En esta línea, nos dice Beni que: <<No hay en mi opinión nada que reclamarle a la Justicia en este caso. El tribunal está siendo exquisito en la protección de los derechos de la víctima. Y yo también creo a C. No sabemos quién es y ese es un éxito del sistema. Demasiadas veces he visto cómo se filtraban hasta los nombres de los testigos protegidos. El tribunal juzgador ha adoptado medidas férreas que incluían un juicio en el que hasta el sacrosanto principio de publicidad se rendía ante las excepcionales circunstancias. Nada que objetar. Los videos que los agresores grabaron para aumentar la humillación tampoco han podido ser carnaza de amarillismo ni han servido para una doble victimización. Los violadores no los difundieron. De sus teléfonos pasaron a estar bajo custodia. No se han hecho copias. Las partes, incluidas las defensas, sólo han podido visionarlos en sede judicial y bajo supervisión del LAJ (antiguo secretario). No, esa tele que piensan no tiene los videos. No, esos que les dicen que los han visto y que reflejan una relación consentida, tampoco lo han hecho>>, para añadir a continuación que: <<La protección de la víctima ha abocado a un juicio a puerta cerrada>>, como otro logro extraordinario de la justicia a tener en consideración por parte del feminismo a la hora de reclamar <<¡Justicia para las mujeres!>> ante el departamento de Gobierno competente por razón de la materia.

De suerte que, viene a decirnos Elisa, la actuación del feminismo, en este supuesto al menos, ha de limitarse a poner en valor el cumplimiento de la Ley de Enjuiciamiento Criminal –que es la norma que rige el proceso penal (en lo sucesivo, LECrim)-, máxime cuando es una de esas veces en que se efectúa por parte de un tribunal ante un caso de violencia sexual, gracias, por cierto, a la presión mediática que lleva ejerciendo el feminismo a través de su agenda reivindicativa, que no meramente agradecida por la realización del deber de observar las leyes en las que las mujeres encontramos el mismo asilo que los hombres.

Así, conviene recordar que todo sumario –primera fase del proceso penal a cargo del juzgado de instrucción competente, en que se realizan las diligencias encaminadas a la averiguación de los hechos delictivos y a la constatación de los culpables, y que cristaliza en un expediente homónimo- es secreto (art. 301 LECrim), esto es, solo tienen acceso a él las partes personadas en la causa (con la consiguiente pena de multa en caso de revelación de cualquier aspecto comprendido en aquel), sin perjuicio, claro está, de la decretación del secreto de sumario (art. 302 LECrim), y que el/la juez/a o tribunal, no obstante el principio general de publicidad del juicio oral –segunda fase del proceso penal a cargo del juzgado sentenciador competente- (arts. 24.2 y 120.1 CE y 680 LECrim) puede (y debe) <<acordar que todos o alguno de los actos o las sesiones del juicio se celebren a puerta cerrada, cuando así lo exijan razones de seguridad u orden público, o la adecuada protección de los derechos fundamentales de los intervinientes, en particular, el derecho a la intimidad de la víctima, el respeto debido a la misma o a su familia, o resulte necesario para evitar a las víctimas perjuicios relevantes que, de otro modo, podrían derivar del desarrollo ordinario del proceso>>, así como prohibir la obtención, divulgación o publicación de información relativa a la identidad de la víctima (art. 681 LECrim).

Por lo que, gracias, señores del Juzgado de Instrucción número cuatro de Pamplona y de la Audiencia Provincial de Navarra, por preservar la identidad de la víctima
. Por lo menos, sus ilustrísimos señores tienen claro que lo es; tanto, que durante el proceso, se han encargado de subrayar su condición revictimizándola, pero sobre ello habremos de volver más adelante.

Por el momento, cabe seguir citando a Beni: <<El tribunal no admitió como prueba las conversaciones de Whatsapp de los días previos a los hechos. En cada juicio se analizan sólo los hechos encausados. No se hace un juicio general a los personajes que se sientan en el banquillo. No hace falta ninguna. Esos mensajes -que como espectadores nos hablan de la catadura moral de los acusados- no pintan nada en el juicio actual. No se refieren a ese día. Un procedimiento es como un niño, hay que cuidarlo pues puede ser corrompido y abortado si no se respetan escrupulosamente las normas. El tribunal de Pamplona lo está haciendo con diligencia. La admisión de tal prueba no sólo no ayuda al enjuiciamiento actual sino que podría viciarlo y propiciar posteriores recursos o peticiones de nulidad>>, y darle la razón en lo que aquí informa. Pues, en efecto, en cada proceso judicial únicamente se juzgan los hechos encausados. En este caso, la violación a C., de manera que los mensajes de WhatsApp previos a la comisión de los hechos delictivos servirían para esbozar el perfil de los violadores, pero no arrojarían luz acerca de lo que ocurrió en aquel portal, que es el objeto del proceso.

De todas formas y ya que el feminismo ha de agotarse en el elogio de la efectividad del presente sistema judicial, con objeto de conocer la realidad que se ha de ensalzar, la cuestión de la prueba en el proceso penal se encuentra configurada en la LECrim de la manera que sigue: la carga material corresponde en exclusiva a la parte acusadora; la prueba ha de practicarse en el juicio oral ante el/la juez/a o tribunal sentenciador de acuerdo con los principios de igualdad, contradicción, publicidad e inmediación; no constituyen actos de prueba los atestados ni otros actos de investigación realizados por la policía judicial, pues únicamente tienen la consideración de denuncia a efectos legales, erigiéndose en objeto de prueba y no en medio de prueba; y el/la juez/a o tribunal debe fundamentar su sentencia en una prueba obtenida con estricto respeto de los derechos fundamentales.

Todo ello como garantías del derecho fundamental a la presunción de inocencia (art. 24.1 CE). Y aunque, en este lance, pueda parecer injusto, piénsese, por ejemplo, en la consideración de una conversación de un grupo de WhatsApp en que sus interlocutores insultan y se regodean en la humillación a una persona concreta, en un juicio sobre la vulneración del derecho al honor de otra totalmente distinta. El hecho de que los encausados hayan insultado y humillado a otra/s persona/s en el pasado no demuestra que hayan insultado y humillado a esta última, por mucho que pueda ilustrar un patrón conductual en los mismos.

Pues, bien, gracias, nuevamente, ilustrísimos señores, por hacer todo lo jurídicamente posible para evitar la ulterior nulidad del proceso.

Y ahora sí: <<Ha causado también gran estupor que el tribunal admitiera una fotografía aportada por las defensas para unirse a un informe sobre su actividad en redes sociales. No hay, como se ha dicho, en el Rollo de Sala ningún informe con seguimientos de detectives porque el mismo defensor que lo encargó se arrepintió. Las mujeres claman pensando que la vida de una víctima pueda ser relevante a la hora de enjuiciar la violencia sexual que se ejerció sobre ella y llevarían razón, si fuera así. En primer lugar, la admisión a trámite de una prueba no implica ningún juicio de valor del tribunal sobre ella. En segundo lugar, ni siquiera se pretende que sirva para valorar sí C. fue violada o no. Nada tiene que aportar sobre ese extremo, en efecto. Lo que sucede es que junto con las penas de cárcel, los presuntos violadores tendrían que hacer frente en caso de condena al pago de una cantidad a la víctima en concepto de responsabilidad civil por las secuelas que el delito haya dejado en ella. Es ahí dónde las defensas pretenden que la actividad en las redes pueda servir para contrarrestar el informe psiquiátrico que se presenta sobre los daños traumáticos sufridos. Nadie dice que sirva, sólo digo que intentan que sirva y que el tribunal, dando toda la amplitud al ejercicio del derecho de defensa, lo ha admitido. De nuevo hay que reseñar que la restricción de este derecho fundamental podría dar lugar a intentos de nulidad>>. 

El problema aquí no es que la defensa, en el ejercicio de su deber de reunir el mayor número de pruebas posible que contribuyan a corroborar la presumida inocencia de sus clientes, enervada por los medios de prueba presentados por la parte acusadora –conocidas, respectivamente, como pruebas de descargo y pruebas de cargo- o, en todo caso, coadyuven a procurarles el menor perjuicio dable, haya encargado, presentado y posteriormente retirado un informe con seguimientos de detectives a la víctima de una violación múltiple. El problema es que la Audiencia Provincial de Navarra haya admitido el informe en la causa, ya que, si bien la admisión a trámite de una prueba no adelanta ningún juicio de valor de la misma por parte del tribunal, sí significa su pertinencia y relevancia en el proceso; exigiendo el primer presupuesto de su admisión una relación entre las pruebas y el objeto de aquél y presentando el segundo una doble dimensión, a saber: la funcional, que hace referencia a los requisitos formales de la prueba y de su práctica; y la material, que tiene que ver con la potencialidad de la prueba con relación a una mutación del fallo de la sentencia.

De modo que, para que prospere la casación ante el Tribunal Supremo por motivo de denegación de prueba, esta <<tendrá que ser pertinente, es decir relacionada con el objeto del proceso y útil, esto es con virtualidad probatoria relevante respecto a extremos fácticos objeto del mismo; exigiéndose, para que proceda la suspensión del juicio, que sea necesaria; oscilando el criterio jurisprudencial entre la máxima facilidad probatoria y el rigor selectivo para evitar dilaciones innecesarias; habiendo de ponderarse la prueba de cargo ya producida en el juicio, para decidir la improcedencia o procedencia de aquella cuya admisión se cuestiona>> (SSTS. 1661/2000, de 27 de noviembre; 869/2004, de 2 de julio; 705/2006, de 28 de junio). Y no bastante con ello, en relación a la estimación del amparo por el Tribunal Constitucional, <<el rechazo irregular de la prueba por el Órgano jurisdiccional no determina necesariamente la vulneración del derecho fundamental a utilizar los medios de prueba pertinentes para la defensa y así, tal y como ha declarado la jurisprudencia constitucional, la relación de instrumentalidad existente entre el derecho a la prueba y la prohibición de indefensión hace que la constatación de una irregularidad procesal en materia probatoria no sea por si sola suficiente para que la pretensión de amparo adquiera relevancia constitucional, pues para que así sea el defecto procesal ha de tener una indefensión material concreta, por lo que si ésta no se ha producido, tampoco cabe apreciar la existencia de indefensión desde la perspectiva constitucional>> (STC. 198/97, de 24 de noviembre); en fin, <<quien en la vía de amparo invoque la vulneración del derecho a utilizar los medios de prueba pertinentes deberá, además, argumentar de modo convincente que la resolución final del proceso a quo podría haberle sido favorable de haberse aceptado y practicado la prueba objeto de la controversia, ya que sólo en tal caso podrá apreciarse el menoscabo efectivo del derecho de quienes por este motivo buscan amparo>> (STC. 178/98, de 14 de septiembre). 

Pues bien, no sabemos, precisamente por la ejecución a puerta cerrada de las sesiones del juicio oral a excepción de la última, en que este se abrirá al público, si el informe presentado en un primer momento por la defensa de uno de los acusados tenía por objeto valorar si C. había sido o no violada, en cuyo caso y a la luz de la meritada doctrina no constituiría prueba pertinente, toda vez que la actividad realizada por la víctima en el conato de rehacer su vida tras haber sufrido una violación, no demuestra que no haya sido violada y nada aporta acerca del esclarecimiento de lo acontecido, lo que comportaría su inadmisión de plano.

Y no obstante lo anterior, si se asume que el referido informe tenía por propósito dilucidar la correspondencia de la indemnización en concepto de responsabilidad civil por las secuelas que el delito haya podido causar en la víctima, no parece razón fundada que un informe sobre la conducta externa de C. en las redes sociales o en cualquier otra parte pueda contrarrestar, en forma alguna, la prueba pericial practicada (y susceptible de ser propuesta por cualquiera de las partes) por acreditadas psicólogas con objeto de determinar los daños que tal agresión contra su indemnidad sexual le haya ocasionado, siendo este el cauce normal en la práctica forense para constatar el daño moral habido tras una violación a los efectos de su valoración económica por parte del tribunal; lo que implicaría, de nuevo, su inadmisión al ser la prueba materialmente irrelevante, ya que no alteraría o debiera alterar un ápice la resolución del proceso penal vertida en la sentencia. Con todo, la sola admisión del informe (si es que realmente no son dos, pues a tenor de la información que ha trascendido sobre el juicio, no es asunto meridiano) supone una revictimización innecesaria y evitable de C. por parte de la Justicia, ya que únicamente contribuye a poner en cuestión los propios hechos enjuiciados o, de otro lado, los daños y perjuicios causados, sin ofrecer una base científica suficiente sobre la que pueda descansar el descargo de la responsabilidad de los autores en la comisión de aquellos o, en su segunda pretendida intencionalidad, la apreciación del daño moral, de nítida trascendencia interna.

En última instancia, y no por ello menos cuestionable, postula la periodista: <<A los de La Manada no les acusa sólo C. sino también el Ministerio Público, en nombre de la legalidad y del Estado, y el Gobierno de Navarra y el Ayuntamiento de Pamplona. No, no es ella sola contra el mundo. La fiscal Sarasate lleva a cabo una acusación firme, rotunda y grave>>, sin hacer mención, en el iter de su discurso, a la autoría de este logro. Pues, la violencia sexual, en el ordenamiento jurídico actual, no tiene la consideración de violencia de género fuera de la circunscripción de la pareja o de la expareja, y ello a pesar de la aprobación del Pacto de Estado contra la violencia machista por el Congreso de los Diputados, el pasado 28 de septiembre, que amplía insuficientemente el marco de la Ley de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género (LIVG), de 28 de diciembre de 2004, que, dicho sea de paso, dos meses después de su aprobación, no se ha traducido en medidas concretas con motivo de la prórroga de la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado a enero de 2018, amén de albergar una exigua, por muy generosa que parezca, dotación económica de mil millones de euros: ya que la inversión tiene un plazo de amortización de cinco años y, habida cuenta del número de corporaciones locales que conforman la Administración Pública, vendría a significar una partida de dos mil euros anuales por ayuntamiento. Muchas gracias, también, al Congreso.

Siendo así, las agresiones sexuales ejercidas sobre la mujer extraña tienen restringido el acceso al régimen jurídico de la violencia de género y, en consecuencia, a todas las singulares medidas de protección que en este se prevén en atención a la especial vulnerabilidad de la víctima, tales como: la priorización del domicilio de la víctima como lugar para la realización del juicio (art. 15 bis LECrim, introducido por la LIVG); el singular apoyo médico, psicológico y jurídico gratuito puesto a su disposición (arts. 19 y 20 LIVG); o la posibilidad del ejercicio de la acción popular por parte de entidades jurídico- públicas al tener la violencia de género la consideración de delito público (STSJA. 3200/16, de 19 de diciembre).

En consonancia con ello, hemos asistido al enjuiciamiento del delito de agresión sexual por un juzgado de Navarra y no de Madrid; el apoyo médico, psicológico y jurídico gratuito para C. se ha conseguido merced a la presión de su familia, del Movimiento Feminista y de las propias instituciones locales, y no de forma automática; y ha sido cuestión controvertida la personación del Gobierno de Navarra y del Ayuntamiento de Pamplona como acusación popular en el juicio, toda vez que el ejercicio de esta excepcional acción en los delitos semipúblicos, como lo es la violación, dista mucho de ser una cuestión pacífica en la doctrina, estando la decisión sujeta a la libre discrecionalidad del tribunal que, en esta ocasión, ha sucumbido a la presión institucional y ha permitido su intervención.

Gracias, también, por todo ello a sus ilustrísimas, aunque lo debido sería no tener que agradecérselo, sino celebrar la consideración por nuestro ordenamiento jurídico de la violencia sexual, con independencia del ámbito donde se ejerza contra la mujer, como una clase de violencia de machista.

En fin, no en balde se llama “movimiento por la liberación de la mujer” y es que todo lo que conseguimos lo hacemos a través de nuestra actividad combativa que, además, aspira a ser proactiva: no aguardamos hasta que se dicte otra sentencia viciada de machismo para denunciar la vulnerable situación jurídica de las mujeres víctimas de delitos contra la libertad e indemnidad sexuales, nos anticipamos y condenamos la violencia institucional que advertimos, exigiendo el cambio de la legislación vigente, así como la renovación o formación en perspectiva feminista de sus exégetas.

Después de todo, quizá el Ministerio de Justicia, como órgano responsable de preparar, dirigir y ejecutar la política del Gobierno en materia, precisamente, de Justicia, tenga algo que ver en el anquilosamiento de leyes procesales y penales feministas que permitan la perentoria desarticulación de un sistema judicial distribuidor de justicia patriarcal. Y el Gobierno, quizá, sea responsable de permitir la seducción de los medios de comunicación operada por los mismos agentes económicos que lo sostienen en el poder.