[Artículo publicado en Tribuna Feminista con fecha de 15/11/19].
Opinar sin conocimiento de causa
en plena sociedad de la información es ya un deporte de alcance internacional del
que, aunque solo sea por honestidad moral, algunas personas nos negamos
rotundamente a participar. Pero resistirse al relato de la ideología dominante que
gobierna las dinámicas sociales no es tarea fácil y requiere poner en práctica lo
que otrora fue una virtud –en su sentido aristotélico-, al menos, en la
izquierda, el espíritu crítico; cuyo hábitat natural es el campo de la
reflexión y cuya labranza exige un conocimiento cualificado y una capacidad
analítica lograda. Y es, justamente, en esta trinchera donde todavía algunas
personas alimentamos nuestra obstinación por combatir la deriva adánica del
pensamiento crítico a la que asistimos hogaño, empeñadas en encontrar la roca
madre que sustenta y las raíces por las que bebe la realidad que vivimos con el
fin último de poder emitir una opinión informada sobre un asunto en concreto.
Sin embargo, en este plano de
desarraigo intelectual en el que las ideas que germinan lo hacen regadas por la
lógica liberal que nos sulfata, uno de los ámbitos por excelencia del
pensamiento crítico que viene acusando con especial crudeza esta desvirtuación
es el feminismo, por obra y gracia de sus
influencers –personas complacientes
con el sistema que las mediatiza-. Y así, por ejemplo, escuchamos y leemos despropósitos
tales como que la prostitución es un trabajo o que la pornografía puede ser
feminista ¡de mujeres pertenecientes a círculos –autoproclamados- feministas!
Siglos de historia denunciando la
apropiación y mercantilización que de nuestros cuerpos realiza el patriarcado
capitalista y resulta que nuestra liberación sexual exigía no erradicar el
sistema socioeconómico que nos oprime a las mujeres, sino escudriñar sus
bondades y aprovechar las oportunidades que nos brinda para “empoderarnos” –nunca
para obtener el poder que nos permita subvertir nuestra subordinación-. Y tan obvia le parece a quien prescribe esta modesta receta para poner fin a nuestra milenaria opresión, que lo que se le presenta insondable
es la postura de quienes, decididas a abolir la pornografía en tanto que institución
histórica de explotación sexual de las mujeres, nos resistimos al relato de la
ideología dominante que la blanquea, asegurando nuestra entrada a la misma por medio
del consentimiento y tolerando nuevas
formas de seguir reproduciendo las mismas dinámicas de poder que apuntalan su
arquitectura.
En esta línea, la pornografía, de
la que el origen etimológico nos remite a la prostitución escrita y la evolución
histórica nos emplaza a la prostitución grabada, está sometida a la misma
correlación de fuerzas que el resto de explotaciones ejercidas sobre las
mujeres y, consecuentemente, encuentra protección en las instituciones patriarcales
capitalizadas encargadas de velar por la salvaguarda y la preservación del
patrimonio cultural de la violación. Siendo así que –como se verá más
adelante-, por un lado, la construcción política de la diferencia sexual y la
feminización de la pobreza operadas por el orden contractual nos adscriben a
las mujeres a la mercantilización de nuestros cuerpos como modo de poder
realizarnos como mujeres –nunca como
personas libres- y de poder prosperar económicamente; y por otro, el mismo sistema
se encarga de legitimar socialmente nuestra explotación sexual por medio de la
creación de la opinión pública.
Pero, con todo, quienes
considerándose feministas afirman que la pornografía puede ser aliada del
feminismo no son ajenas, al menos, a la función que esta cumple en la sociedad.
Al contrario, son conscientes del papel que desempeña en el ámbito de la
educación sexual de varones y mujeres, conocen su contribución a la cultura de
la violación, saben de la deshumanización que realiza de nosotras. Y,
precisamente, por ello y a la luz de la razón dominante su propuesta de
resolución se encauza por aprovechar este histórico espacio de educación sexual
patriarcal, del que el capital ha erigido todo un emporio, para instruir a nuestra
juventud en la práctica de relaciones sexuales libres e igualitarias. Es decir,
la solución de quienes defienden la instrumentalización por el feminismo de la
pornografía pasa por asumir la lógica patriarcal capitalista que rige las
relaciones sexuales y, por extensión, sociales entre mujeres y hombres para poner
fin, en última instancia, a nuestra situación de opresión que trae causa de
aquella.
De forma que, al hilo de esta bobina
discursiva, cabe esperar no solo que todos sus esfuerzos devengan estériles,
sino anticipar que su loable empresa adolecerá de nulidad de pleno derecho en
la medida en que su mera puesta en marcha estará reproduciendo los vicios que,
sobre el efectivo ejercicio de la libertad sexual, pretende enmendar para, a la
postre, concluir que la estrategia de quienes reconocen en la pornografía una
oportunidad para modificar las relaciones de poder entre los dos sexos no se
sostiene, en ningún caso, sobre el cuerpo teórico que la crítica feminista radical ha venido levantando sobre la
alianza entre el patriarcado y el capitalismo, cuya centralidad me propongo,
simplemente, esbozar en estas líneas para intentar justificar por qué la pornografía,
aun cuando preconice otro modelo de sexualidad alternativo al hegemónico y dé
cabida a otros cuerpos, nunca será feminista.
En este propósito, desbrozar la
crítica feminista a la pornografía y, por derivación, a la prostitución nos
retrotrae, necesariamente, a la génesis del patriarcado moderno –cuyas
estructuras de poder sobreviven en el orden social actual- y, paralelamente,
del liberalismo económico –bajo cuyo halo surgiría en la pasada década de los
setenta su digno sucesor-, para rescatar de la historia del contrato social-
sexual los conceptos patriarcales de contrato
e individuo. Y ello porque, como bien
explica Carol Pateman (1988) en su célebre crítica a la teoría clásica del
contrato, El contrato sexual, si la subordinación y explotación de las mujeres ha sido posible desde la celebración del
contrato social original hasta
nuestros días a través de su reproducción ad
infinitum, lo ha sido al amparo de esta concreta conceptualización.
LA ESTRUCTURA SOCIAL DEL ORDEN
CONTRACTUAL: LA CONSTRUCCIÓN POLÍTICA DE LA DIFERENCIA SEXUAL.
La historia del contrato social-
sexual nos muestra cómo la consolidación del patriarcado moderno se fraguó con
el paso del estatus al contrato o, dicho de otro modo, con el
derrocamiento del derecho paterno –el poder de un hombre en tanto padre- y la
instauración del derecho político masculino –el derecho de un hombre en tanto
varón- o, en palabras de Adrienne Rich (1980), de la ley del derecho sexual masculino. En efecto, el contrato original
transforma el patriarcado paternal clásico
en el patriarcado fraternal moderno y
lo hace por medio de la creación de un nuevo orden social, la sociedad civil, dividida
en dos esferas teóricamente contrapuestas y mutuamente dependientes, la esfera
pública y la esfera privada, de la forma que sigue: el pacto originario entre hermanos
genera el mundo público de la ley civil, de la libertad, de la igualdad, del
contrato y del individuo; y, seguidamente, establece la dicotomía entre la
esfera natural privada y la esfera civil pública con base en la diferencia
sexual existente en la condición natural humana, que se constituye ahora como
una diferencia política en la medida en que los varones quedan adscritos por
medio del contrato original al reino de la libertad
civil, mientras que las mujeres quedamos rehenes del reino de la sujeción civil en armonía con el orden
de libertad y sujeción existente en el estado de naturaleza, que dota de
diferente racionalidad a hombres y
mujeres en la versión clásica de la historia del contrato.
De este modo, las mujeres somos
incorporadas a una esfera que es y no es, simultáneamente, parte de la sociedad
civil, pues si bien la esfera privada se constituye como un elemento esencial del orden social contractual,
sin embargo, está nítidamente separada del mundo civil público, lo que, de
hecho, traduce las distintas categorías y puntos de acceso a la sociedad
moderna de varones y mujeres. Así, por una parte, al paso que los varones
acceden a la sociedad civil como individuos
a través de la réplica diaria del contrato originario del que fueron parte;
por otra, las mujeres, sobre las que recae el objeto mismo del contrato, accedemos
a ella en tanto que mujeres por medio
de los dos únicos contratos para los que resulta que sí poseemos la capacidad natural de consentir que es universal en los hombres: el contrato de
matrimonio y el contrato de prostitución.
En este orden de cosas, la explicación
patriarcal de la masculinidad y la feminidad, esto es, de lo que es ser hombre
y mujer –o lo que, siguiendo la lógica contractual, hemos venido en llamar
género- se construye en torno a la figura del individuo, que adquiere la plenitud de su significado en relación
con el contrato más importante que es capaz de realizar: el contrato de la
posesión de la propia persona. Esto es, la doctrina contractual establece la
propiedad del individuo en los atributos y capacidades de su persona y fija
como único límite al uso que legítimamente pueda hacerse de ellos su acceso por
medio de un contrato. Y, así, la libertad
civil masculina consiste, entonces, en la libertad de celebrar contratos
que, toda vez que reproducen el contrato social originario, generan siempre
relaciones de dominación y subordinación. Siendo, justamente, esta
idea clásica de libertad contractual irrestricta del individuo como propietario
de sí mismo contra la que el marxismo y el feminismo radical se rebelarían y que,
no obstante sendos esfuerzos y el ulterior, aunque débil, reconocimiento de los
derechos personalísimos –aquellos que
son innatos a la persona y cuya privación supondría la aniquilación de su personalidad,
tales como la vida, la salud o la intimidad- en las constituciones de todos los
Estados liberales occidentales, ha pervivido hasta nuestros días.
LA ENTRADA COERCITIVA AL CONTRATO:
EL MITO DE LA LIBRE ELECCIÓN.
La ficción política de que el
contrato es el arquetipo de las relaciones libres e iguales o, si se quiere,
que la libertad es contrato y posesión
refleja la identidad política de mujeres y hombres toda vez que, a través del espejo del contrato original,
podemos vernos como ciudadanas/os pertenecientes a una sociedad libre e
igualitaria. Sin embargo, la situación de sujeción
de las mujeres en el mundo de la libertad civil –cuyo fantasma vaga hoy por
las jurisdicciones de muchos estados occidentales- provoca que la identidad de
las mujeres se vea continuamente atravesada por la contradicción de representar
todo lo que el individuo no es y, al mismo tiempo, ser parte integrante de la
ciudadanía. Contradicción que, prima facie,
parece superada con el reconocimiento de la plena igualdad jurídica entre sexos
en el escenario de la postmodernidad; empero, en tanto ese reconocimiento se
lleva a cabo en el contexto de la desigualdad social intrínseca a la sociedad
civil, tal contradicción, lejos de superarse, sobrevive en la más absoluta
oscuridad.
En este sentido, si bien las
mujeres hemos alcanzado en este siglo la mayoría de edad merced a la
equiparación de nuestra capacidad de obrar a la de los hombres, no obstante, continuamos
atrapadas en la desigualdad estructural –esfera pública/esfera privada- y
consiguiente división del trabajo –trabajo productivo/trabajo reproductivo- que
organiza y perpetúa el orden contractual y, aún más y como consecuencia de ello,
nuestra progresiva incorporación al mercado laboral ha desencadenado en los
Estados liberales un cohorte de medidas de conciliación para intentar dar
solución al conflicto trabajo/familia, en detrimento de una verdadera política
de igualdad en la diferencia sexual, que ahonde en la resolución de la causa de
este conflicto.
En todo caso, el reconocimiento
formal de la igualdad entre mujeres y hombres ha dado el último paso desde el
patriarcado de coerción hasta el patriarcado de consentimiento, donde, como señala
Ana de Miguel (2015), la desigualdad ya no se reproduce por la coacción
explícita de las leyes, sino a través de la libre
elección de los mandatos sociales que dicta la construcción política de la
diferencia sexual. De hecho, el mito de la libre elección, sobre el que descansa
el contrato original al sustraer el ejercicio de la libertad civil de la
situación social del individuo, despliega
ahora todos sus efectos sobre las mujeres y explica, mejor que nunca, que nosotras
elegimos ejercer la prostitución y ser grabadas ejerciéndola. Ello, no
obstante, cuando la construcción patriarcal de la feminidad que asegura nuestra
subordinación sexual a los varones, por una parte, y la feminización de la
pobreza que sigue a la división sexual del trabajo, por otra, salen a la luz,
queda impugnado, pues no hay libertad en el sometimiento al deseo sexual masculino
como tampoco la hay en la necesidad económica. Y es que el contractualismo se
niega a aceptar lo que al feminismo radical le parece de Perogrullo, esto es,
que sin igualdad social es impensable el ejercicio de la libertad universal.
LA CONEXIÓN INTEGRAL ENTRE
SEXUALIDAD E IDENTIDAD.
En su línea editorial, la
doctrina del contrato asume que los individuos pueden ser separados de cuerpos
sexualmente diferenciados para justificar que los contratos que implican la
propiedad de la persona puedan establecer relaciones libres e iguales y crea,
así, la ficción política de la fuerza de trabajo. Desde este punto de vista, tanto
el/la trabajador/a como la prostituta en su modalidad de actriz porno, lejos de venderse a sí mismas, se limitan a contratar
en el mercado el uso de distintas partes de la propiedad de su persona. Sin
embargo, en la medida en que el contrato de empleo le otorga al/a la empleador/a
el derecho de dirección sobre el uso del trabajo del/de la obrero/a, esto es,
sobre el uso de su persona y de su cuerpo durante el tiempo que dure el
contrato, lo mismo que el contrato de pornografía otorga al/ a la directora/a
de la pieza el derecho de mando sobre el uso sexual del cuerpo y de la persona
de la actriz porno durante igual
tiempo, el capitalismo no contrata –porque no puede contratar- el uso de los
servicios o la fuerza de trabajo del proletariado, sino el uso mismo de las
personas. Y ello porque, si bien el cuerpo y el yo no son idénticos, les une
una relación integral. Siendo así que los/as dueños/as de los medios de
producción no reclaman ficciones no- corpóreas de servicios o de la fuerza de trabajo,
sino que lo que contratan es el uso de los yos humanos corpóreos que son
quienes pueden disponer y realizar el trabajo que se les exige disciplinada y
fielmente.
Con todo, existe una diferencia incontrovertible
entre cualquier contrato de empleo y el contrato de prostitución grabada toda
vez que este último afecta con especial crudeza la identidad sexual. En este sentido, la
construcción patriarcal de la masculinidad y la feminidad como la diferencia
entre libertad y sujeción obliga a la actriz
porno a distanciarse de su uso sexual para autoproteger su sentido del yo, lo
que, a menudo, desencadena en trastornos disociativos de despersonalización-
desrealización. Y, aún más, la ficción política de que la prostituta puede
pactar el uso de sus servicios sin detrimento de sí misma se desvanece cuando
se continua leyendo el historial médico que comparten muchas actrices porno, en el que es igualmente recurrente
el diagnóstico del trastorno por estrés postraumático.
En cualquier caso, la disociación
cuerpo- mente que opera la prostituta por autoprotección construye el relato
que sobre su uso sexual reproducen muchas de las actrices porno: al observarse a sí mismas y sus acciones desde un
punto de vista externo, no se perciben como mujeres
subordinadas a la satisfacción sexual masculina, sino como individuos libres ejerciendo su derecho
a poner al mando de un varón el uso sobre la propiedad sexual de su persona. Pero
tal ficción acaba claudicando, la mayor de las veces –por desgracia- más tarde
que temprano, ante la realidad que se cierne sobre ellas; aunque, para
entonces, sus vidas ya están en buena parte destrozadas.
LA MERCANTILIZACIÓN DEL SEXO COMO
VICIO DE LA AUTONOMÍA Y LA LIBERTAD SEXUAL.
Cuando se asume la lógica del
contrato, el hecho de que la propiedad que ostenta el individuo sobre su persona sea susceptible de intercambio mercantil
no genera la menor convulsión social. Esto, no obstante, entra en conflicto, desde
la perspectiva feminista, con el ejercicio de los derechos a la autonomía y a
la libertad sexual de las mujeres por cuanto si bien la sexualidad, en su
condición de elemento relacional, se halla sometida a la cosoberanía de, al
menos, dos voluntades susceptibles de concurrir por medio del consentimiento,
tal consentimiento se presta –como se ha visto- en el contexto de la desigualdad
social que articula el contrato original y perpetúa su réplica diaria y que, en
último término, traduce la desigualdad económica a través de la división sexual
del trabajo.
En este plano, la defensa feminista
del deseo sexual como único punto de partida válido del consentimiento es
derrotada cuando el sexo se mercantiliza, pues el consentimiento deja de
constituirse como el vehículo a través del cual se exterioriza el deseo sexual
en tanto pulsión interna, para convertirse en el acto por el que una persona
acepta o no se opone a lo que otra le ordena a cambio de una contraprestación
económica que pretende contrarrestar su situación de desigualdad. Y,
precisamente, de ello se sigue que la retribución de una relación sexual no
deseada ni consentida no puede significar la diferencia entre una violación y
el desempeño de un trabajo que nos
permita a las mujeres consentir
semejante trágala.
De esta forma, el sometimiento del
sexo a la ley de la oferta y la demanda que rige el mercado de bienes y
servicios arranca la sexualidad del escenario de libertad que le es propio en
tanto que parte integrante de la identidad e impone la acepción contractual del
consentimiento en detrimento del
deseo como elemento esencial de la relación
sexual, entendida ahora como una mera transacción económica en la que el objeto
del contrato es el acceso al cuerpo de las mujeres. Y, en este sentido, la
mercantilización del sexo o la liberalización de la sexualidad conlleva nuestra
deshumanización y vacía de contenido tanto nuestra autonomía como nuestra
libertad sexual.
En fin, en una sociedad
feminista donde la diferencia sexual no significara la diferencia entre libertad y sujeción y, por tanto, se hubieran removido los obstáculos para que
las condiciones sociales nos permitieran a las mujeres el desarrollo de una
feminidad autónoma o, de otro modo, se hubiera abolido el orden contractual que
funda el patriarcado capitalista y se hubiera optado por otra forma de consenso
social que no generara situaciones de dominación
y subordinación, que habilitaran
la posterior explotación humana –lo que
necesariamente implicaría la socialización de los medios de producción-, la
prostitución y la pornografía, por derrumbarse toda la estructura que las vertebra,
caerían con ella. Y si habría de haber sexo grabado para enseñar un modelo de
sexualidad libre e igualitario o estimular el deseo sexual de mujeres y varones,
en ningún caso las personas intervinientes en dicha práctica obtendrían ventaja
económica alguna, lo que únicamente dejaría la puerta abierta a una plataforma
pública sin ánimo de lucro que albergara vídeos sexuales caseros realizados y remitidos con la aprobación de las partes
interesadas en realizar tal liberalidad de su intimidad al acervo cultural del
sexo.
Pero la prostitución y la
pornografía –reflexionen bajo la tenue luz feminista que atraviesa esta tronera
del liberalismo-, nunca serán un trabajo como otro cualquiera ni, mucho menos,
feministas.
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